Daniel Veronese afirma su potencia como director y defiende la intuición como única guía de sus procesos creativos en dos experiencias concebidas como laboratorios escénicos.
¿Puede ser un director de teatro un militante de la fenomenología? ¿Puede tomar los “entes”, las “cosas” que aparecen en la escena como datos de la conciencia y argumentar solo con eso su trabajo? “Yo trato de no teorizar sobre mis procedimientos a la hora de la creación porque me da miedo plagiarme o copiarme. Entro en una obra y no sé qué voy a hacer. Lo verdaderamente revolucionario pasa ahí: cuando me encuentro con los actores. Y necesito que ellos tampoco tengan idea, por ejemplo que si vamos a hacer Chejov no me digan que lo conocen porque no vamos a hacer eso. Vamos a hacer teatro” – dice Daniel Veronese en su defensa a la intuición como centro de su trabajo.
Algunas de sus producciones se han visto intervenidas por decisiones arbitrarias (cercanas a un capricho lúdico) que luego deviene en procedimiento escénico de interpretación crítica hacia el infinito. Caso 1: En Open House, un proyecto de graduación de la UNA, decretó que la obra no iba a dejar de hacerse nunca, que si un intérprete se iba no se lo reemplazaba y el resto metabolizaba su rol y sus parlamentos. La obra continuaría hasta su extinción natural. Caso 2: Un hombre que se ahoga, la subversión de los parlamentos femeninos de las tres hermanas de Chejov en la pesada anatomía de Claudio Tolcachir, Osmar Nuñez y Luciano Suardi provocó un Aleph riguroso de reseñas sobre el rol de la mujer en el nuevo siglo, la performatividad de los géneros, la posmodernidad y la actualización de los clásicos, etc; sin embargo su recuerdo en el origen del proyecto dista de pretensiones intelectuales o teóricas: “Son ocurrencias y necesidades. Como con los Chejov, yo tenía esos actores pero no tenía ninguna obra que los contuviera, les dije qué pasa si hacemos eso de subvertir los parlamentos. Fue una necesidad de producción, hay resortes que trabajan dentro de nosotros. No es que me compare con Duchamp ¿vos crees que el mingitorio en la pared lo estuvo pensando mucho? Fue una ocurrencia.”
Experiencia 1 – La persona deprimida y Experiencia 2 – Encuentros breves con hombres repulsivos funcionan de esta manera y la forma de trabajo se vuelca en el lugar de la acción. El espacio escénico del primer bloque encarnado por María Onetto, y el segundo por Marcelo Subiotto y Luis Ziembrowski es el mismo, de un blanco pulido laboratorio, donde lo que transcurre dentro tiene la intensión concreta de ofrecerse a la mirada para ser analizado como una prueba química. No hay pretensión de verosímil diegético: son estos Agentes de experimentación, con un vestuario aleatorio polisémico que ni siquiera lo es, hablando sin rodeos de todos los males contemporáneos de una forma implacable. Como los textos de David Foster Wallace: implacables, duros, sin fisuras. Todas las construcciones apuntan a un centro que parece fracturarse. Y no hay corolario.
Experiencia 1: María Onetto se desdobla entre Sujeto del Enunciado y Sujeto de la enunciación. Es la persona deprimida y a la vez habla de ella en tercera persona. Hay desplazamiento subjetivo. Hay un yo delicado e hipermedicado que no soporta la carga de su propia existencia. La persona deprimida es ella misma y es el producto social en serie del mercado infinito (de afecto, de sexo, de bienes) que este mismo necesita debilitar para luego fortalecer y readaptar con una de sus ramas de mayores ingresos (los fármacos, las terapias de todo tipo). La obscena exposición de Onetto impide juzgarla o compadecerla. Es demasiado descarado su apertura de lo íntimo. Es de esas personas que perdió, que no lo logró y posiblemente se pierda en ese desierto de la inacción.
Experiencia 2: Estas micro-escenas que tienen un tono cercano (en los términos de su traducción Anagrama) a Carver, Shepard o Bukowski, cruzado con dilemas del primer Kundera, son diálogos donde alternadamente los actores son una voz activa masculina o bien un hueco pasivo de recepción femenina. Solo la actuación de Ziembrowski y Subiotto trabajando con mínimos elementos expresivos reverbera en la Sala 3 de CCSM. Hay un intento logrado de masculinidad execrable y perversa, solo redimida en el encuentro Radical que funciona como fragmento que desestabiliza el sentido total del espectáculo: quién tiene la potestad de hablar sobre el dolor.
No solo la actuación está en primer plano, si no que parecería ser lo único que existiera en estas experiencias ¿Qué significado tiene un actor/actriz para vos?
-Son comunicadores, tienen como misión imprimir algo en el público. Los actores son algo que el público quiere, ama u odia. Es con quien siente empatía. Desde el punto técnico, si tomamos una obra: hay un texto o una versión de este, una dirección y luego un actor que se enfrenta al público. Es el último eslabón y el más importante de esa cadena, porque si yo no logro comunicarme con el actor, bajar mis sentimientos, mis emociones, o sea eso que me produjo el texto y que luego yo voy a imprimir en ellos esa emisión no se produce. Partimos que estamos en un mismo nivel, nadie sabe más que el otro. Mi función es pensar el texto y verlos de afuera. Yo soy el primer espectador, soy el espectador modelo, y voy a usarlos a ellos para transmitir.
Parecería que aún estas muy capturado por el texto que es algo que viene siendo puesto en crisis hace bastantes años por algunos creadores.
-Para mí el texto escrito es literario no es teatro, empieza a ser teatro cuando yo lo dirijo con los actores. Si yo tengo buenos actores y un texto mediocre yo me atrevo, si tengo un muy buen texto y actores mediocres ahí me da miedo, por eso necesito confiar tanto en ellos. No tengo miedo que se destroce el texto, si el texto es potente yo quiero transmitirlo, siempre voy a modificar tal o cual escena en función del suceso, no de la literalidad. El actor tiene que confiar en mi intuición y sensibilidad. Confío que lo que me emociona a mí va a emocionar. En el teatro comercial es distinto porque nada puede generar disenso, ni la música, ni la luz, ni el espacio, yo soy contratado para generar un espectáculo que la gente vaya y que se divierta. Pero el lugar revolucionario es este (el teatro independiente) no sé si va a producir una revolución en términos estrictos. Wallace dice algo que me parece maravilloso: la buena literatura tiene que calmar al que está angustiado y alterar al que se siente muy cómodo. Eso para mí es el significado de la revolución.
¿Cómo fue particularmente este trabajo que se presenta como experiencia de laboratorio?
-No hago trabajo de mesa. Vamos letra sabida y eso nos va llevando. Puedo llegar a desentenderme de la literatura y si veo que el teatro va para otro lado me cago en el texto. Defiendo la escena, no el texto. En este caso de Wallace, hicimos mucha lectura, más de la mitad del tiempo de ensayo era charlar donde nos podíamos incorporar en esos hábitos masculinos tan cotidianos y tan perversos. Ellos son actores muy potentes, son actores duros, dan golpeadores y violentos. Y qué pasa si los llevo hacia un lugar donde me parece que les va a costar más. Teníamos que evitar un panorama maniqueo de “estos son hombres, son malos”. Teníamos que reconocernos y presentarlos en una atmósfera que sea reconocible: “este puede ser mi vecino, esto soy yo a veces, es el colectivero”. No fue fácil. Luis (Ziembrowski) hace un buen trabajo porque es un actor muy distinto a lo que hace acá, y lo mantiene durante todas las funciones. Le torcimos el brazo a la primera expresión que sale. ¿Qué elementos podemos encontrar para mostrarlo diferente? Eso es lo revolucionario, no decir lo que ya sabemos. Pienso en Tato Pavlovsky, por ejemplo, que tenía toda una poética sobre la tortura y que me hacía pensar en ese tema de una manera radicalmente distinta.
De acuerdo a los materiales con los que trabajas parecería que tus obras tienen una pretensión más universal que local, como si evitaras cierta corriente del teatro argentino que se pregunta por construcciones políticas y sociales, por ejemplo El Peronismo, ciertos hechos históricos recientes, pensar en la idea de Nación y literatura, etc. ¿Qué lugar ocupas dentro del teatro nacional? ¿Qué lectura política puede hacerse de tu trabajo?
-¿No es importante ahí el resultado? Yo creo que mis obras son argentinas. Yo hablo de lo que me pasa acá. Yo viajo mucho y hablo como un argentino. Lo que sí me nutro de cosas que me atrapan. Trato de buscar literaturas para llevar al teatro cosas que realmente me puedan hacer hablar de mí. Los Hombres repulsivos no pueden ser más argentinos, o al menos los transformamos en eso. Para mi Mujeres soñaron caballos que la escribí principios del 2000 pensaba en el fenómeno de Madres de Plaza de Mayo: un fenómeno político democrático. Pensaba ¿y los padres? Yo si fuese padre, saldría a cargarme a alguien. No puedo pensar el hecho de esa situación. De esas marchas no violentas frente a algo que no se puede describir. Ahí dije yo soy todos esos personajes, para mi yo hablaba de la Argentina, de esa impotencia frente a la violencia de Estado. Creo que cuando hablaba de espectáculos revolucionarios me refería a esto: no creo que hagan la revolución. Mi idea es esa ahora, que revolucione a alguien es muy difícil. Estas experiencias son para 60 ó 70 personas. Pero al menos a mí me revolucionan. Lo que podes hacer es tratar de conducir esa emoción a un lugar donde te interpele personalmente. Lo que yo veo me tiene que sorprender. Y estas formas me conmueven más que algún tópico político o local, como el peronismo por ejemplo. A mi me parece que la emoción estética es más revolucionaria que la emoción política. Mientras sirva como fuerza creadora está bien. El problema es cuando queremos decir que eso es Verdad. Yo hago esto, si me dicen que es una mierda, lo escucho. La única verdad es la realidad del público.