Con Serotonina, Michel Houellebecq, el maldito de las letras francesas vuelve a anticiparse a los conflictos de la Francia actual pero olvida la excelencia narrativa de sus mejores novelas.
Michel Houellebecq escribe desde el futuro. Eso explica que sus libros tengan un timing sorprendente -y algo escalofriante- con la agenda francesa. Un rasgo profético, oracular. Basta pensar que Sumisión, novela en la cual imaginaba a Francia convertida en un estado islámico, salió a la venta el mismo día del atentado terrorista a Charlie Hebdo y que promediando el final de la flamante Serotonina narra una revuelta de agricultores que, en reclamos y virulencia, se espeja con el movimiento de los gilets jaunes que ahora mismo tiene en vilo al país. “Narrar está ligado a las artes adivinatorias”, escribió Ricardo Piglia. “Narrar es transmitir al lenguaje la pasión de lo que está por venir”. Pero además las novelas de Houellebecq suelen estar literalmente ancladas en el futuro -los albores del año 3000 en Las partículas elementales (su obra maestra) o el 2022 en Sumisión- y desde ahí narran un pasado que por más atrás que se retrotraiga siempre llega a sintonizar con nuestro presente. En Serotonina decide instalar el pasado en el cual sucede la historia que vamos a leer “hacia el final de la década de 2010”, es decir en la más estricta actualidad. Incluso para generar un efecto de realidad el narrador vacila y añade: “me parece que Emmanuel Macron era presidente de la República”. Ese es el procedimiento de Houellebecq: escribir desde el futuro para contar el presente.
Serotonina está narrada por Florent-Claudel Labrouste, un funcionario del Ministerio de Agricultura depresivo y abúlico, en plena crisis de la mediana edad, que detesta su propio nombre. “He conocido la felicidad”, asegura, “sé lo que es, estoy capacitado para describirla, conozco también su final.” Por eso ahora sufre el vacío de los días mientras poco se esfuerza en sostener su relación en “fase terminal” con Yuzu, una japonesa inexpresiva que solo se pronuncia para quejarse, con la cual no tiene relaciones sexuales y que convierte cada fin de semana en “un suplicio” ya que durante la semana apenas se cruzan. Houellebecq sabe bien que Florent no es apenas un excéntrico: más allá de algunos detalles exagerados miles de personas viven así. Pero mientras la mayoría mantiene esa existencia angustiante hasta la muerte, Florent decide torcer el rumbo. Luego del encuentro epifánico con dos chicas en una estación de servicio española, unas vacaciones truncas y el descubrimiento de unos videos pornográficos protagonizados por Yuzu, Florent decide romper con su vida tal como era hasta ahora y convertirse en un “desaparecido voluntario”. Es decir, de un día para el otro y sin previo aviso, deja todo atrás. Esto que podría representar una huida, una suerte de cambio, de salto al vacío, en el libro no es más que un retroceso. Primero porque Florent no desaparece -visita a un viejo amigo, se encuentra con una ex amante- y segundo porque hace lo que más o menos ya venía haciendo: evocar su pasado (a sus padres, a todas sus mujeres, su juventud). Mientras, se mueve sin mucho rumbo anestesiado por el Captorix, un antidepresivo que libera la serotonina y que le genera impotencia. Este derrotero convierte a Serotonina, que parece estar dominada por una pereza narrativa pasmosa, en una deriva en la que cada episodio es una isla vaga y caprichosa sin demasiada conexión con el todo. Un poco de antifeminismo berreta por acá (el femicidio “me sonaba a insecticida o raticida”) otro poco de abuso infantil por allá (el descubrimiento de un pedófilo que filma a una niña de diez años, un episodio construido a base de puras casualidades de una insólita torpeza narrativa) son ingredientes obvios para conformar un cóctel de provocaciones que no provocan nada. Leyendo Serotonina se funda la certeza de que la literatura no puede resumirse a una mera excusa para hacer un repaso de los temas de agenda (incluso si estos todavía no ocurrieron) ni tampoco un cacareo concebido únicamente para escandalizar (y mucho menos si ya no se escandaliza a nadie). Pero a pesar de todo existe algo así como un síndrome Houellebecq: la curiosa paradoja de que por más que no nos guste nos resulte un autor ineludible.
Por Martin Caamaño