En Otoño Alemán, Liliana Villanueva expone una radiografía íntima y minuciosa de Alemania en los meses previos a la caída del muro.
De un tiempo a esta parte Berlín se convirtió en una de las ciudades de moda, una ciudad-faro barata, cosmopolita, joven, el lugar donde pasan o parecen pasar las cosas; algo así como la París de los 20 o la New York de la segunda mitad del siglo pasado. Sin embargo, Berlín no es lo que aparenta. Al visitarla no dejan de sorprender algunas características que parecen no encajar con la idea que nos hacemos de una gran metrópoli, de la capital de una de las mayores potencias mundiales. Por ejemplo: es difícil encontrar lugares que acepten tarjetas de crédito o que tengan wi fi, casi no hay publicidad en las calles o en las estaciones, se puede fumar en los bares. El fantasma del comunismo ya no recorre Europa, como creían Marx y Engels, pero sí perdura en Berlín, esa ciudad que estuvo dividida durante veintiocho años. Aquellas piedras del muro que, el 9 de noviembre de 1989, los berlineses demolieron con sus propias manos significó el principio del fin de la Unión Soviética y para muchos también el fin de la historia. A la arquitecta Liliana Villanueva le fue concedido un regalo inesperado: la oportunidad de ser una testigo privilegiada del instante exacto en que la historia se terminaba. Treinta años después, junto con la efeméride de la caída del muro, decide contarlo en Otoño Alemán, una crónica, tan certera como adictiva, de ese final de la historia.
Además de arquitecta, Villanueva ha sido corresponsal de prensa, docente y, claro, también es escritora. Como ya lo hizo en Sombras rusas, sobre su estancia en Moscú, o con Las clases de Hebe Uhart, sobre los talleres de dicha escritora, la escritura de Villanueva se centra en la transcripción de una experiencia, en la imperiosa necesidad de dejarla asentada. En el caso de Otoño Alemán el hecho de que ella sea arquitecta no resulta un detalle menor. Por un lado es la profesión que la llevó a trabajar en uno de los más prestigiosos estudios berlineses. Por otro, resulta por lo menos inquietante que el fin de la historia haya estado signado justamente por el derrumbe de una construcción arquitectónica. Y esta concepción doble, entre lo político y lo privado, entre lo global y lo personal, es el procedimiento que va a dominar todo el libro. La descripción minuciosa de los viajes de Villanueva a otras ciudades de la RDA, a visitar a los familiares y a los amigos de su novio alemán, o las excursiones al otro lado del muro, suponen verdaderos viajes al pasado donde las situaciones más banales y cotidianas -el descanso en un banco de plaza interrumpido por un hombre deslumbrado por la tela de un vestido o el diseño de un par zapatos o la anodina experiencia de refugiarse del frío en un café de la Karl-Marx-Alle- hablan, más que de una vivencia íntima, de un estado del mundo. Y en medio de todas esas misceláneas se desprenden dos relatos, casi autónomos y complementarios entre sí, que funcionan como el magma, como el centro de irradiación de todas estas crónicas: la caída del muro y el concurso de arquitectura en el que compite el estudio donde trabaja Villanueva. El primero narra la noche alucinante y helada que intenta cruzar la ciudad en pijama para llegar a la Puerta de Brandemburgo luego de que su novio, de viaje, la llame por teléfono y le avise que se está cayendo el muro. El segundo, es el delirante tour de force de Villanueva y su jefe para llegar a presentar su proyecto al concurso. Es notable cómo Villanueva logra transformar la arquitectura en aventura y la vuelve fascinante para todos los que no somos arquitectos, además de transmitir esa sensación inigualable de ser parte de la construcción de una ciudad, de poder dejar en ella sus huellas. Ambos episodios, narrados con vocación ficcional, se espejan – uno es el relato de un derrumbe, el otro de una construcción futura- quitan el aliento y su resolución (llegar a la Puerta de Brandenburgo o volver a casa a ver la revolución televisada, ganar o no el concurso, es mejor no revelar).
“Cada vez que pienso en Berlín pienso en otoño”, se lee al comienzo. Es que otra característica peculiar de la ciudad son sus espacios verdes. Plazas y parques que irrumpen entre las masas de concreto en plena urbe. Pero no se trata de los domesticados parques londinenses o parisinos, con su césped impecable o sus hileras de árboles de copas recortadas milimétricamente iguales, sino de verdaderos bosques salvajes, caóticos, que en otoño se lucen como nunca con sus coloraciones variopintas en un degradé que va del amarillo al borravino. Otra es el silencio de sus calles, más cercano a la idea de un pueblo que de una ciudad, a pesar de que tras cualquier puerta pueda esconderse la más estruendosa fiesta. Por eso no es casual que el último capítulo del libro se titule “El silencio de Berlín”. Villanueva a esta altura ya es una baqueana de la ciudad, no solo para los conocidos que están de paso sino también para los lectores arrellanados en sus casas. Tampoco es casual que la primera imagen de Otoño alemán sea la de una escalera mecánica. Porque este libro es, sobre todo, un libro de pasaje. De pasaje entre los lados opuestos de una misma ciudad, entre dos momentos históricos y entre dos sistemas políticos, entre dos lenguas, pero también de la propia Villanueva que va dejando de ser una recién llegada y se convierte, ante los ojos mismos del lector, en residente de una ciudad y de un mundo que, salvo por sus espectros, ya no existen.
Por Martin Caamaño