Un bricolage ansiolítico
Es inexorable. Frente al compromiso de tener que escribir una pieza nueva, o que empezar un proceso de ensayos, el fantasma vidrioso del vacío me empieza a desvelar. El atávico impulso inútil de “tener ideas”, de intentar “idear” la obra fuera de sí misma, como si tal boludez fuera posible. De atrapar a esa anguila escurridiza de la cosa artística pensando en ella antes, en cambio de imaginarla durante; que es lo único que el bicho bendito suele permitirte. Entonces, cada vez que enfrento ese vacío; que vuelvo a comprender que no hay manera de inventar la cosa fuera de la cosa misma, -su escritura o sus ensayos- me pongo hacendosamente a hacer otra cosa para llegar hasta ella. Lo descubrí hace muchos años. Como un tilo metafísico esa otra cosa me calma, me ordena y me permite amasar una estética con la máquina ancestral y sublime de la parábola. Tablitas viejas, escofina, cola, sierra, berbiquí; y marcha camión.
Hago unas cosas -llamarlas esculturas sería un insulto a las artes plásticas- que van tomando condición analógica, que me insinuan texturas, formas. Metáfora material que como esos objetos transicionales, esos trapitos que reclaman los bebés para dormirse, me permiten simbolizar la ausencia y darle cuerpo antes de que la angustia me haga llorar a los gritos.
Qué se yo, un procedimiento metafísico. O un ritual obsesivo cualunque. Un bricolage ansiolítico, ponele. Apenas escrita la obra al fin o estrenado el espectáculo, los cachivaches quedan ahí dando vueltas por el estudio sin mayor valor ni utilidad, como esos peluches apelmazados del nene que creció.
Las hago con maderas viejas, gastadas, con patina, que junto en la orilla del río, en unas playitas arrabaleras, levantando deshecho y resaca con un palo por respeto al bicherío. Y así a veces, algún domingo de mañanita, recorriendo esos andurriales en bicicleta se me da por pensar en qué podría contestar si por mala fortuna me encontrara allí algún conocido. Cómo podría explicar semejante desviación dominical. “Estoy escribiendo”. O “Estoy dirigiendo”, es lo único que atinaría a balbucear agachando la cabeza. Y el otro se reiría bajito.
Y sin embargo es así tal cuál: es paradoja y es raro para cualquiera que no lo padezca, pero el arte es una de las pocas actividades humanas que exige crear cada vez las herramientas específicas que reclama cada obra. Aquellas que permiten moldearla con forma original. Esos utensilios que quedarán luego en el cajón cuando otra obra demande nuevos arte-factos.
Hablo de practicar la creación y no el mero oficio, claro (suelen confundirse tanto estas dos cosas…).
Vericuetos subjetivos. Ritualidad. Una gilada ante cualquier mirada profana. ¿Tiene algún sentido que el artista refiera esos mecanismos y procedimientos específicos que ni siquiera le podrían resultar útiles a él mismo para la obra que viene? ¿Vale la pena darle carácter trascendente al sinnúmero de ocurrencias con las que un creador va paliando la angustia, esquivando los cascotazos del fracaso, para llegar a un final siempre incierto? ¿No es una boludez supina darle algún sentido a un tipo circunspecto haciendo un coro griego con unas tablitas mientras dice que está escribiendo teatro?
¿Vale la pena difundir la subjetividad en los procesos creadores?
Encuentro la respuesta en un recuerdo vulgar y entrañable. Una amiga querida, Martha Larreina, solía hacer en los ´70 el asado a horno más rico que he probado nunca. Horneado muy lento y bañado a cada rato con vinagre de vino según le fui espiando como quien no quiere la cosa. Cuando empecé a cocinar los míos le afané el ingrediente y avinagraba yo también a lo loco. Y mis invitados me preguntaban a su vez cuál era el secreto del sabor y la ternura. Y me lo afanaban. Un día, 20 años después, le confesé a ella del robo. Cagándose de risa me contó que ella lo había a aprendido así de pibita. Su viejo en los ´50, almacenero, hacía todos los lunes un trueque semanal de mercaderías con un vecino carnicero. Durante una semana iban consumiendo esa carne que a gatas mantenía la vieja Siam de bochita, pero llegado el asado al horno del domingo el paquete solía tener ya olor abombado. El vinagre era la única manera de comerlo con dignidad. Ya era tarde para llamar a cada amigo que cada semana repetía la receta gourmet: la subjetividad se había vuelto objetiva.
En fin, cuento estas indignidades de las maderitas porque quizá le sirvan a alguien para tranquilizarse sobre sus propias manías al crear, para ver que -como los de Dios- los caminos de la creación son insondables.
Eso sí: cada uno con las manías de cada uno, y cada uno con su receta de asado, no jodan por favor (no vaya a ser que me encuentre ahora el domingo a algún colega denso disputándome tablitas eufórico en el mismo barrial).
Mauricio Kartún es actor, docente, dramaturgo y director