Cofundador de Caraja-ji en los ‘90 (un colectivo de dramaturgos nóveles próceres de hoy como Spregelburd, Tantanián, Cano, Apolo, entre otros), estrenó grandes hitos en el teatro porteño como Nunca estuviste tan adorable, Bésame mucho y Criminal, entre muchos, muchos otros. Su teatro de situación siempre es muy dinámico, juguetón y alegre.
Entre 2001 y 2003 escribe algunos textos teóricos que titula Juego y compromiso. Allí se enfrenta a la idea, enraizada en la argentina postdictadura, de que el teatro debe hablar de temas importantes, que debe despertar conciencias. En estos textos surge la idea de un juego con reglas propias, independientes del mundo cotidiano. Estas ideas pueden parecernos hoy una verdad de perogrullo, pero en el momento de la escritura eran una declaración de principios y así sus obras circularon en ámbitos académicos para despabilar a algunxs que creían que actuar era algo muy importante.
Las escenas, representadas por dos, tres, cuatro intérpretes suceden en el centro de la sala y son sostenidas por este banco de suplentes, que generan sonidos varios, que ayudan a imaginar el espacio ficcional: ruidos con tacitas si la escena es en un restaurante, de bocinazos y puteadas si sucede en la calle, etc.
Esto se articula en la escena con una actuación sin objetos que obliga a lxs actuantes a jugar a una especie de “dígalo con mímica” que francamente me generó sólo preguntas: ¿alcanza el gesto de beber de ese actor para hacerme imaginar una copa de vino?
Toda la obra genera esta tensión no buscada que me distrae y agota.
La trama es inteligente: una comedia de enredos familiares con personajes grotescos en un collage de escenas con conflictos diversos que se van convirtiendo en uno solo a medida que avanza el material. Una trama que reúne misticismo y ciencia, política y showbusiness, mariconería y rock y se pregunta por el temita de la “verdad” o “las verdades”. El montaje, cinematográfico y veloz, le hace mucha justicia al material: en casi dos horas de duración, el espectáculo mantiene la energía muy arriba.
El peligro de la velocidad es que, por momentos, las situaciones no logran asentarse y lxs intérpretes parecen estar saltando de una situación a la otra sin armonía.
Todo me parecía un poco trabado hasta que apareció un actor (¡ese actor, por favor!) que hizo que el dispositivo empezara a funcionar. ¡Lo que hace la fe! Ramiro Delgado la descoce. Su personaje, Olaf, es un sueco con un descubrimiento que podría cambiar el mundo (o pasar al olvido sin gloria). Con una composición adorable, una precisión en la acción y un despliegue corporal propio del clown, este actor cumple con los mandamientos de Daulte y el teatro se vuelve un acto de celebración.
En Olaf y su invento está el corazón de la obra, la idea-fuerza de la trama, pero también en su modo de actuación está el juego que propone Daulte. Delgado logra actuar desde un estado de inocencia, mirando por primera vez, generando una red comunicativa muy potente con el público y sus compañerxs. Sigue la fábula como una guía para ese cuerpo asociativo y vital. Con su entrada a escena, se nos presenta una comparación entre dos modos de observar la actuación. Por un lado, intérpretes que, con mucho oficio, sostienen a sus personajes y a la situación en un ritmo veloz y demandante; y por el otro un actor que funciona como un canal, entre ese personaje que la situación demanda, sus compañerxs, su valijita tan austera con el invento que cambiará al mundo, y con el público, al que tiene en el bolsillo desde el minuto uno.
Y, en este contexto, yo no puedo dejar de preguntarme por qué desde la dirección no se optó por fomentar en todxs el segundo camino, priorizando el “estar” sobre el “representar”, priorizando el juego actoral y no la obediencia de “contar” la obra.
Pienso ahora, mientras escribo, que falta un salto de fe, desde el juego que propone la dramaturgia al trabajo en la actuación. Porque el texto es muy divertido, un poco zonzo y, como bien pregona Daulte, innecesario. Pero sobre esa base de “la boludez” se le imprime una actuación “respetuosa”, con un dispositivo que tensa los cuerpos y los pone a dialogar con asuntos que restan vitalidad. Es hermoso poder ver en este espectáculo esta comparación porque abre la pregunta de para qué hacemos/vamos al teatro.
Ok, el teatro no debe hablar de temas importantes, ¿pero qué sí debe hacer? Vivir. Y citando un poco a Grotowski, el trabajo de la dirección debería ir más por el lado de sacar, limpiar los canales, de liberar el impulso, para que la comunicación no-verbal, no-mental sino afectiva y humana circule entre nosotrxs y nos hermane un ratito en una salita del Abasto.
FOTOS: ATOMOBIT
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EL SONIDO
Actúan: Ramiro Delgado, Luciana Grasso, Silvina Katz, Paula Manzone, Agustín Meneses, Marcelo Pozzi, William Prociuk y María Villar
Dirección: Javier Daulte
ESPACIO CALLEJÓN
Humahuaca 375
Martes a las 20 h