La escena es conocida: un grupo de actores y actrices apilados en las sillas de un bar. Fuman, hacen bromas y vuelven a fumar mientras velan la noche esperando la llegada de los diarios que traen esa temida reseña. En ella, un ceñudo crítico teatral de cara bañada en mármol, decretará con su pulgar de letras de molde, si el espectáculo vive o si, prematuramente, bajará el telón. En otro espacio del mismo bar (siempre solo, siempre torturado) el director bebe un whisky tras otro y habla con el productor (siempre en estricto fuera de campo) en su celular si la película es más o menos nueva, o en un teléfono público en el acceso a los baños si es antes de los 90. El escenario de esta agónica espera es, por supuesto, un bar en Broadway o del West End londinense. El film puede ser Los productores de Mel Brooks, Disparos sobre Broadway de Woody Allen o, mi favorita, The Dresser de Peter Yates con Albert Finney y Tom Courtenay en los papeles principales. Filmadas en un tiempo, uno definitivamente ido, en que la palabra del crítico tenía un peso decisivo en la construcción y modelado del campo escénico. Las críticas de un espectáculo en la prensa escrita eran esperadas temidas y festejadas como un gol (aquí creo que las de cine salen los jueves, las de teatro los miércoles pero ya no tan organizadamente).
Las razones de la pérdida de centralidad de ese ejercicio metatextual llamado “crítica” son muchas y su profundización excede no sólo los límites de esta columna como también la sapiencia del que suscribe. En el campo local puede enumerarse el espacio cada vez menor que los matutinos impresos fueron destinando a sus secciones culturales, la “democratización” (miles de comillas) que las redes sociales trajeron a la palabra y la proliferación como hongos luego de la lluvia de portales, blogs (¡qué antigüo!) y perfiles de Instagram que en tres minutos pueden condensar argumento, contexto y opinión.
En mi caso nunca, ni por halagüeñas ni por desfavorables, les di demasiada importancia. Me lleva tanto tiempo poner una obra en escena que, al estrenar, soy bastante consciente de sus logros y limitaciones no necesito que me lo tengan que decir… además, como dice el refrán, “lo que Pedro dice de Juan habla más de Pedro que de Juan”.
Pero, ironías aparte, creo que los discursos críticos son una parte central del campo escénico y como tal, se encuentran atravesados por la misma crisis contemporánea que se atraviesa al producir obra: ¿Qué decir? ¿Desde dónde hablar? ¿Existe el afuera que permita una distancia reflexiva? ¿Cómo transmitir estos tiempos confusos desde mi propia confusión? ¿Qué aporto yo con decir? ¿Y si es mejor callar?
Mi madre tiene una carpeta donde guarda desde mis primeros garabatos en forma de papa (o algún cuento infantil) hasta las críticas de mis últimos espectáculos como si fueran las cuentas de un rosario sinuoso, pero ininterrumpido, en mi vida artística. Argumentar que aquellos monigotes de manos redondas pueden adjudicárseme mientras que las críticas las escribió otra persona, es poco fértil. Su amorosa colección pertenece a ese tiempo donde los diarios llegaban por debajo de la puerta con un comentario perdido en su sección final como un regalo navideño. Cuando finalmente me ocurre que algún comentario me interesa usualmente es por sus cualidades literarias o poéticas como un pequeño monumento erigido en el corazón del que escribe. Ahora, de nuevo, no dice de “Juan” pero sí habla de lo que “Pedro” siente y de ese viaje en solitario que emprendemos todos cuando nos sentamos en una butaca y le ponemos pausa a la vida y sus ruidos.