Contando con la presencia de uno de las caras más enigmáticas del cine actual (Tilda Swinton) Memoria es un film que problematiza el cruce de las culturas centrales y las periféricas. ¿Cómo el Norte mira al Sur?
A veces la salida de una película, si se va en compañía con alguien atento, se transforma en el comienzo de una conversación. Esas veces, cuando salir del cine permite ingresar en un estado contemplativo del mundo, se pueden intercambiar las emociones y las ideas que se acumularon en el tiempo de quietud en la butaca, ese tiempo a oscuras de ver y escuchar. El recorrido de los ojos por los planos intenta seguir de cerca los trayectos de los personajes, revisar cada rincón del espacio. En definitiva, pasa algo misterioso cuando se ven esas películas que no dejan todo dicho y dan ganas de abrir el juego a las sensaciones e interpretaciones de los demás.
Hay un aditivo cuando ese efecto es producido por el “cine global”. Memoria, dirigida por el tailandés Apichatpong Weerasethakul es una coproducción entre Colombia y Tailandia de la que participaron financieramente muchos países y, en especial, la articulación de la actriz principal Tilda Swinton como productora. Este cine cuya factura no está ligada a una nacionalidad o a una cultura específica, sino que lo que trae es cierta homogeneidad aplanadora con la que el capitalismo hace que sea lo mismo -se vea igual- un estudio de grabación, un restaurante o la sala de un hospital en cualquier parte del planeta.
Tilda es una actriz de presencia fría, delicada y precisa, posee un rostro enigmático que compone un sello de autoría en sí mismo. Baste ver películas tan diferentes como las que hizo con Derek Jarman a las más cercanas como Orlando (Sally Potter, 1993) donde interpreta a un joven andrógino ligado a la realeza, Las crónicas de Narnia (Michael Apted, 2010) una bruja “blanca”, Suspiria (Luca Guadagnino, 2018) una bruja malvada, Okja (Bong Joon-hoo, 2017) una villana representante de la mayor maldad de la industria de los cerdos, La voz humana (Pedro Almodóvar, 2020) una mujer atormentada en un estudio de grabación fuera del tiempo. En cada caso hay un dejo de aire aristocrático, de maldad contenida, una mirada cuyos pensamientos son inalcanzables. En este caso interpreta a Jessica una antropóloga inglesa que vive en Medellín e incursiona en diferentes paisajes colombianos. Sin tanta pompa como en las otras, pero con un ingreso notorio de una figura gélida en un mundo caliente y muy “latinoamericano” (desde los paisajes y la forma en que se ven, puede ser una ciudad en medio de la selva de Perú, Venezuela, una genérica centroamérica). Todo el tiempo nos estaremos preguntando qué pasa por la cabeza de esta mujer, de qué manera el norte observa el sur. Al comienzo de la película, un plano fijo de una ventana y, de repente, nos atraviesa un golpe y el silencio. En esa dialéctica sonora se juega toda la trama. Logramos entender el silencio por medio del golpe, seco, metálico, como de una caída. Se trata de un ruido extraño que la antropóloga intentará describir, sobre el que se buscará develar el origen, en una búsqueda por una realidad del accidente que se mezcla progresivamente con la fantasía. Un golpe reiterado cuya significación nunca se devela. La experiencia cinematográfica pasa por otro lado. El viaje también es una pregunta por los ancestros, por los rituales, por aquello que hace a la experiencia humana íntima, personal.
Por Lucas Martinelli.