En un pasaje de Tokio-Ga, el célebre documental que Win Wenders hizo sobre su amado Yasujiro Ozu, aparece Werner Herzog en la torre del barrio de Solamachi. Herzog debe tener unos cuarenta y cinco años, y por qué estaba en la torre más alta de Japón es una pregunta tan obsoleta y absurda como preguntarse qué hacía Herzog en el medio del Amazonas, en el cerro Fitz Roy o en el desierto de Sahara. En la película de Wenders sobre Ozu, Herzog - deportivo, alto, bello - dice una de sus muletillas preferidas que usará en entrevistas, talk-shows y películas: nos estamos quedando sin imágenes. Hay que ir hasta los lugares más recónditos para encontrar esa imagen aparentemente pura. Si fuese por él, dispara con la seguridad de un francotirador, se iría hasta Marte, un boleto de ida, para filmar algo que no haya sido filmado.
Errante, ópera prima de la fotógrafa argentina Adriana Lestido, no tiene esa ambición proteica y atlética, aunque en la primera imagen que abre los 74 minutos de película se perciba el gesto herzoguiano. Filmada íntegramente en el polo norte, Lestido hace algo mucho más sutil que simplemente poner la cámara y ver qué pasa. La película es una única secuencia hecha - o compuesta - por planos fijos. En la nieve dura que se resquebraja, el viento que azota la cámara, el mar que ruge a lo lejos entre fiordos, se esconden las intenciones de la cineasta; la necesidad de despojar y despojarse del entorno para encontrar una nueva forma de mirar.
La estructura de Errante hace honor a su título. Casi como si fuese una tirada de cartas de Tarot, se forma por intertítulos que señalan los cambios de estación del año (verano, invierno, primavera, otoño) y por citas literarias eclécticas, de Haruki Murakami, Luis Alberto Spinetta, Frigyes Karinthy, Theodor Kalafatis y Liliana Bodoc. Los primeros intertítulos acomodan el devenir formal, los segundos complejizan la mirada. En los primeros, vemos los cambios mínimos que ocurren en un paisaje donde en apariencia pareciera no pasar nada; un hielo que se derrite, el cielo de un color plomizo pasa a un azul casi transparente, en algunas laderas crece el pasto con la llegada de la primera; un ejercicio zen de contemplación, similar al de los poetas errantes japoneses como Matsuo Basho y Yosa Busón, que viajaban a pie en el período de Edo registrando (aunque no sería un verbo adecuado) detalles de la relación armónica y tensa entre la naturaleza y las palabras.
En ambos casos, los intertítulos suponen un riesgo que Lestido asume para, aunque no parezca, contar lo que quiere contar; el paisaje le devuelve a la cámara un efecto tanático. Las citas literarias reflejan un “estado” de la mirada. Es una decisión arriesgada porque la palabra literaria hace correr un riesgo, la de significar la imagen; darle un sentido a lo se está mirando. Pero al asumir ese riesgo Lestido parece decir; no hay forma de ir a un lugar puro, la palabra siempre va a estar en tensión con lo que miramos. Incluso en un cine tan radical como el del cineasta norteamericano James Benning, en películas como 13 lakes o Loss los títulos no pueden dejar de significar o al menos de guiar aquello que se mira. Las imágenes del desierto de Sahara, que Herzog filma en Fata Morgana, son otro ejemplo; se organizan con textos del Popol Vuh.
Pero adjudicar a la palabra el valor de generar sentido sobre la imagen sería injusto, cuando menos perezoso. El ejercicio de buscar la imagen, no solamente en su valor productivo, sino en su entrega física, es donde está el gesto de lo cinematográfico. Poner el cuerpo para que la imagen ocurra. El “one way ticket” a Marte de Herzog supone que viajar a hacia un paisaje inhóspito y lejano es una forma de enfrentarse a la finitud de la vida, a la muerte. Lestido arriesgó muchas cosas para hacer su película; su casa, su tiempo, su cuerpo. Una mujer sola en el polo norte entregada al ejercicio de contemplar qué hay cuando la vida de los otros, de quienes queremos y nos complementan, se termina.
Por Fernando Krapp.