En Los libros y la calle, nueva entrega de la colección Lector&s de la editorial Ampersand, Edgardo Cozarinsky repasa su vida con la lectura como hilo conductor. Sin dudas, uno de los libros del año.
Hacia la mitad de Los libros y la calle Edgardo Cozarinsky habla acerca de “su inmersión apasionada en la literatura de la Mitteleuropa” con Joseph Roth como escritor insignia. No es un detalle menor. Más bien podría ser interpretado como una seña, una clave de acceso no solo a su literatura sino a toda su obra o aún más: a su ética de artista. Porque al igual que Roth -eterno exiliado de una patria desaparecida- Cozarinsky se comporta como un extranjero tanto dentro del sistema literario como del mundo del cine, su otra gran actividad: deambulando, demorándose en el vértigo de la experiencia y llegando tarde, sin reclamar pertenencias de ningún tipo. Bien pensado, es un estado ideal, siempre y cuando entendamos que tanto escribir como esa otra forma de la escritura que es filmar son también modos de exilio. Por eso cuando en tono confesional escribe “me sentiría exiliado sino viviera entre paredes cubiertas de libros”, más que negar esa condición la reafirma. Como si fuera poco, su vida estuvo signada por el tránsito entre dos ciudades, Buenos Aires y París. Es en París donde desarrolla el grueso de su carrera como cineasta y también donde toma la decisión consciente de volver a Buenos Aires y dedicarse a escribir casi sin parar. Quizás se deba a estos desplazamientos esa sensación de extranjería y a la vez innegablemente local que emana de su obra. Una obra escurridiza, no lineal, difícil de asir. Pero tanto en un lado como en el otro lo que Cozarinsky nunca dejó de ser es un lector. Así lo demuestra en Los libros y la calle.
Los libros y la calle es el último opus de la formidable y adictiva Colección Lector&s dirigida por Graciela Batticuore para la editorial Ampersand. Una serie en la cual diferentes autores narran su relación con la lectura y además, de soslayo, pretende desentrañar un interrogante imposible: ¿qué es un lector? De los volúmenes anteriores estuvieron a cargo, entre otros, Daniel Link, Sylvia Molloy y Alan Pauls. Resulta curioso cómo, a pesar de ser autores pertenecientes a distintas generaciones, entre el Trance de Pauls y Los libros y la calle aparecen algunas escenas similares como por ejemplo la del escritor mayor dando lecciones de escritura a uno incipiente: Ricardo Piglia a Pauls en una mesa del bar Los galgos y varios años antes José Bianco a Cozarinsky en la redacción de la revista Sur. Sur en Los libros y la calle funciona como el lugar de pasaje entre la lectura y la escritura, una escritura, por su parte, que ya desde el vamos resulta indivisible de aquello que se lee. Si en un comienzo esto se da de un modo explícito -invitado por Bianco, un joven Cozarinsky escribe una reseña para la revista- a lo largo del tiempo se convertirá en un engranaje clave dentro de las ficciones que engendre – él mismo apunta como utilizó el final de un libro leído en la infancia, Martin Eden de Jack London, para culminar el relato que abre su último volumen de cuentos. Incluso esos “Tatuajes” con que cierra Los libros y la calle nos advierten la importancia de las citas -es decir de una lectura previa- en toda su obra. Godardiano, Cozarinsky sabe que no importa de dónde se tomen las cosas sino qué se hace con ellas.
Al igual que en Borges, al comienzo de Los libros y la calle aparece un doble linaje conformado por las diferentes lecturas de los padres: una madre “devota” de Stefan Zweig y un padre lector de Upton Sinclair. Aunque podrían calzar perfectamente como el origen de sus futuras inclinaciones literarias el propio Cozarinsky se encarga de desarticular el peso de esas lecturas: “a mi madre no le importaba la Mitteleuropa”, “no creo que [mi padre] llegase a discernir la demagogia de esas ficciones fáciles”. Pero sí, en Los libros y la calle, entre muchas otras cosas encontramos un exhaustivo catálogo de librerías porteñas, la mayoría extintas; un inventario de libros robados; una lista de libros imprescindibles; varios prontuarios de personajes extravagantes, algunos obituarios de amigos ausentes y una profusa colección de anécdotas. Todo sin un gramo de nostalgia, de la cual Cozarinsky se desmarca con efusión: “Del mismo modo que la vida de los individuos se extingue, prefiero que las ciudades no aspiren a convertirse en museos y dejen para la memoria lo que es de la memoria”, escribe certero, renegando de la patética actualidad de célebres librerías del mundo como Shakespeare & Company en París o de la newyorkina Gotham Book Mart.
También es notoria la relación entre literatura y enfermedad: aquejado por una hepatitis a los veinticinco años Cozarinsky lee a Proust y mucho después, postrado en un hospital parisino, decide volver a escribir. Esto demuestra algo que ya está implícito desde el título, para Cozarinsky resulta imposible diferenciar los límites entre la literatura y la vida. Es más, orgulloso, se declara como miembro de esa “especie menguante sino ya extinta” de los que creen que la literatura “explica la vida”. Por eso no es raro que en la primera sección del libro (titulada “Los libros) haya tanta calle, así como en la segunda (titulada “La calle”) haya tantos libros. Los libros y la calle es must, un deleite en su género híbrido, suerte de guion literario de una biopic intelectual jamás filmada.
Por Martin Caamaño