La editorial Fiordo continúa acercándonos la inmensa obra de Richard Yates, en este caso Sin paz, novela que retoma algunos tópicos de sus cuentos para retratar la locura del hombre común.
En “Adiós a Sally”, el último relato de Mentirosos enamorados, Richard Yates narraba la historia de Jack Fields, un escritor en decadencia que viaja a Los ángeles para dedicarse al cine y vivir “una aventura importante para él: como la de F. Scott Fitzgerald en Hollywood.” En el flamante Sin paz, Fields parece haber degenerado en John Wilder, un publicista de más o menos su misma edad que abandona a su familia para probar suerte con el cine. Filds podría ser un fiel antecedente de Wilder sino fuera porque Yates escribió Sin paz antes que Mentirosos enamorados. Pero las cronologías de las traducciones y las reediciones muchas veces tienen un tempo propio y desarrollan una lógica interna que no siempre coincide con el tiempo de la escritura. En todo caso, lo seguro es que Fields y Wilder son personajes hermanados pero con la única y vital salvedad de que el primero, más allá de todos sus pesares, al menos cuenta con el consuelo de la escritura mientras Wilder es un tipo sensible, “fuera de lo común”, que no sabe qué hacer con todo su desencanto. Cuando esto ocurre, y esa potencia interna no encuentra un cauce luminoso, suele imponerse un único y oscuro destino: la locura. Por eso Sin paz puede ser leído como el diario minucioso y terrible del descenso a los infiernos de la demencia. La aventura fitzgeraldiana, en el caso de Wilder, es entonces su propio crack-up.
La novela abre con el detallado relato de un principio de brote psicótico. Wilder llega de un viaje de negocios, llama a su mujer desde un bar y le avisa que, a pesar de estar a unas cuadras, no puede regresar a casa porque tiene “miedo de matarlos a todos.” Pero ese comienzo esconde un pequeño truco: no está narrado desde el punto de vista de Wilder sino desde el de Janice, su esposa, que también cierra la novela y a la que antes Yates, en la primera página, se toma el trabajo de describir con dos o tres pinceladas certeras: “el declinar de su juventud no la inquietaba -de todos modos, no había sido una juventud despreocupada y aventurera”, “disfrutaba de la rotación ordenada de los días”, “ ‘cómodo’ era una de las palabras favoritas de Janice Wilder . Le gustaban también ‘civilizado’, ‘razonable’, ‘adaptación’ y ‘relaciones’”. Es un principio constructivo similar al de Madame Bovary, que empieza narrando a Charles para después centrarse en Emma. Mucho más adelante, Wilder tendrá una conversación con su amante sobre las adaptaciones al cine de ciertos clásicos de la literatura. La joven y bella Pamela habla de “los grandes fracasos, como Madame Bovary”. Es probable que la alusión sea casual pero en Sin paz hay algunos aspectos de la novela de Flaubert que se replican, o mejor dicho se invierten, del mismo modo que Wilder, en el frenesí de otro brote, invierte la célebre línea final de Un tranvía llamado deseo. Así como al comienzo Yates elige comenzar la novela con la esposa en vez de con Wilder, a lo largo del libro hay otra inversión de Madame Bovary todavía más significativa. En lugar del célebre “bovarismo” que Emma, en la estela de Alonso Quijano, inscribe llevando a la práctica lo que lee en las novelas románticas, Wilder hace exactamente lo opuesto: trata de convertir un “episodio infortunado (de su vida) en una obra de arte”, tal como bien le hace notar el profesor Epstein. El episodio en cuestión, en el que Wilder aplicará ese bovarismo invertido, es su tétrico paso por una institución psiquiátrica estatal luego del primer brote, narrado de manera magistral en el segundo capítulo.
Llegado este punto hay que aclarar que, aunque su libro más famoso sea una novela (Revolutionary Road), Yates es un maestro absoluto del cuento, basta leer los dos libros suyos que anteriormente publicó la editorial Fiordo (Once tipos de soledad y el ya mencionado Mentirosos enamorados). Sin paz, a pesar de ser una novela, se estructura como un libro de relatos autónomos. Cada uno de los diez capítulos que la componen podrían leerse como cuentos perfectos, cerrados. El primer brote, la primera internación, el descanso en el campo, el romance de Wilder con Pamela, el rodaje de la película, la fallida vuelta al hogar, el escape a Los Ángeles, el último brote y así… Yates es un escritor habilidoso, que se vale tanto de los recursos del novelista para poder conectar todo con todo y erigir una estructura sólida pero capaz de abismarse, como de los del sabio cuentista, tomándose el tiempo necesario para que cada una de las etapas de la caída de Wilder tenga el peso específico de una narración sostenida por sí sola. La más extraordinaria, la de mejor ejecución, probablemente sea la del segundo capítulo. En un momento Spivack, uno de los internos del psiquiátrico, le lee a Wilder la carta que piensa enviarle a su hermana. Salingueriano escribe: “Si estás leyendo lánguidamente el New Yorker y sorbiendo un Martini extra seco cuando recibas mi carta, o si estás cambiándote de ropa, quitándote un hermoso vestidito de cóctel para ponerte otro de noche, provocativo e impactante, o si estás aplicándote uno de tus perfumes parisinos como preparativo para tu entrega prolongada y exquisita a tu marido, por la noche, no te molestes en leerla”. Esa carta podría ser también una advertencia cruel a los lectores de esta novela. “Poner orden al caos… Eso es lo que había deseado toda su vida”, escribe Yates y es lo que, a través del cine, intenta desesperadamente Wilder a lo largo de todo el libro. ¿Adivinen si lo consigue?
Por Martin Caamaño