Una lengua desconocida
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Letras

Una lengua desconocida

4 de noviembre de 2019

La mejor novela del año se editó entre 1986 y 1991. Se trata de la sublime trilogía Claus y Lucas, de la escritora húngara Agota Kristof, que se reeditó hace unos meses. Es en realidad una obra capital de la literatura del siglo XX.  

 “En esa lengua desconocida, la abuela se pregunta cosas y ella misma se responde”, se lee en El gran cuaderno, primer libro de Claus y Lucas, la trilogía de Agota Kristof que este año se reeditó en castellano en un solo volumen. Una lengua desconocida. Esa es la cuestión. El combustible del cual se valió Kristof para componer esta obra maestra indiscutible. Aunque la autora nació en Hungría, escribió estos libros en francés, idioma que aprendió al emigrar a la Suiza francesa, luego del fracaso en su país de la revolución contra el estalinismo. Este podría ser el dato que justifica la decisión del cambio. Sin embargo no, hay algo más. Una de las cosas que sobresalen de Claus y Lucas es su prosa telegráfica, neutra, tan seca como precisa; de frases breves, como arrancadas con un cuchillo Tramontina empuñado por un cirujano. Una prosa que hace que la famosa frase hemingwaiana bajo su sombra parezca florida, rimbombante. La autora reveló en una entrevista que el modelo para lograr el tono del libro lo obtuvo espiando los cuadernos del colegio de su hijo.  Se trata, entonces, no sólo de cambiar de lengua sino también de desaprenderla, de escribir como quien camina por un campo minado, el mismo campo minado que en la novela Claus (¿o es Lucas?) atraviesa para cruzar la frontera. Kristof lo hace para recuperar su infancia, fuente de inspiración de El gran cuaderno, que no es otra cosa que un relato infantil trastocado, un Hansel y Gretel -cuya trama básica sin duda comparten- en clave perversa. Por más que en los dos libros siguientes (La prueba y La tercera mentira) los protagonistas crezcan, la prosa se mantiene inalterable.  

La historia, al menos en apariencia, resulta sencilla. La guerra estalla y una madre se ve obligada a llevar a sus hijos gemelos con su abuela porque ella ya no puede mantenerlos. La abuela, que según las habladurías asesinó a su marido, es conocida como “la bruja”, de ahí la filiación con el cuento de los hermanos Grimm. A regañadientes la bruja acepta a los niños pero con la condición de que trabajen para ganarse el pan. En esta primera novela, así como en las otras dos, Kristof opta por eludir cualquier tipo de referencia que pueda anclar la historia en el espacio y el tiempo: el país es el país, el pueblo es el pueblo, la ciudad es la ciudad; el idioma puede ser local o extranjero, los personajes tienen nombre pero nunca apellido (con la salvedad de los protagonistas cuyo apellido se resume a la letra T.)  

El gran cuaderno está narrado en una primera persona del plural que replica la voz compartida de los dos gemelos. Esa indiscernibilidad entre los hermanos ya está implícita en sus nombres (Claus y Lucas son un anagrama). El cuaderno del título refiere a los cuadernos que obtienen en la librería del pueblo -escenario central de los libros siguientes-  para primero estudiar y finalmente escribir su historia. Este detalle propone una mise en abyme, que el gran cuaderno es justamente ese que tenemos en las manos y estamos leyendo. Porque además de su anécdota Claus y Lucas es una lección de escritura, una máquina de narrar que exhibe su propio mecanismo: “para decir si algo está o , tenemos una regla muy sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos. Por ejemplo está prohibido escribir: . Pero sí está permitido escribir:  (…) Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos.” En La tercera mentira veremos la negación parcial de esta regla.  

También, una vez en casa de la abuela, los gemelos deben endurecerse para soportar los horrores de la guerra que, como se verá sobre todo en el tercer libro, no son otros que los horrores de la guerra, fría y constante, de la mera existencia humana. Por eso practican ejercicios que diseñan para “vencer el dolor, el calor, el frío, el hambre, todo lo que duele”. Se golpean a ellos mismos, ayunan o simulan ser ciegos y sordos hasta convertirse en dos niños salvajes que infunden temor y respeto. Lo que no pueden tolerar, su talón de Aquiles, es separarse. El único intento de separarlos resulta trágico: “Es como si nos hubiesen arrancado la mitad del cuerpo. Ya no tenemos equilibrio, nos da vértigo, nos caemos, perdemos el conocimiento”.   

La prueba a la que alude el título de la segunda novela es justamente el desafío de los gemelos de mantenerse distanciados. La prueba está narrada en tercera persona (¿por quién?) y tiene como protagonista solo a Lucas. A la manera del Balthazar  -segundo tomo de El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell- La prueba viene a poner en cuestión todo lo que afirmó su antecesor: ¿realmente existieron los gemelos o Claus era solo una invención de Lucas?, interrogante que el último libro, no por casualidad llamado sugestivamente La tercera mentira, en lugar de aclarar profundiza aún más y convierte la trilogía en una fábula que se muerde la cola: “Todo es mentira. Sé perfectamente que en esta ciudad, en casa de la abuela, yo vivía solo, que ya entonces imaginaba que éramos dos, mi hermano y yo, para hacer soportable mi insoportable soledad.” La tercera mentira está narrada en una primera persona que se desdobla en cada una de sus partes (supuestamente la primera por Lucas y la segunda por Claus) y que desestabiliza la confesión anterior: “trato de escribir historias verdaderas, pero que, en un momento dado, la historia se hace insoportable por su misma verdad y entonces me veo obligada a modificarla (…) describo las cosas no como sucedieron sino como yo querría que hubiera sucedido.”  

Qué es verdad o mentira, poco importa. Claus y Lucas, como toda gran novela -desde el Quijote al Ulises-, al fin y al cabo nos habla de una sola cosa: de la génesis de la ficción y de sus límites, y sobre todo de cuánto necesitamos de ella para poder afrontar la vida.  

Por Martin Caamaño

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