Luego de su paso por el taller de Biodrama de Vivi Tellas, Lorena Vega comienza a pergeñar un espectáculo que el tiempo y los múltiples escenarios donde se presenta se encargan de ubicar como un hito, un clásico, o, por qué no, el referente de una época. Imprenteros, el espectáculo al que nos referimos, desarrolla su nueva temporada esta vez en el Metropolitan Sura, más cerca del Obelisco, un poco más allá que el sitio donde nace en 2018 sobre la mano de enfrente, el Centro Cultural Rector Ricardo Rojas. Y aunque pareciera que ciertas formas artísticas no se llevan (o no pueden llevarse) bien con ciertas formas de producción teatral, la respuesta de los espectadores no difiere en absoluto de lo que se considera un éxito de público, cualquiera sea el edificio donde se presente.
Imprenteros cuenta, en primera persona, la relación de los hermanos Vega (Lorena, Sergio y Federico) con Alfredo, el padre, un imprentero de Lomas del Mirador y con quien los hermanos necesitan ajustar algunas cuentas. Alfredo (quien debió ser actor por su semejanza -autopercibida- con Enzo Viena o Claudio García Satur) murió hace ya unos años, aunque esa circunstancia sea el umbral mínimo de ficción que toda pieza teatral necesita para cobrar vida. Díscolo, calavera, chanta, buen mozo, Alfredo, y quizás a su pesar, supo marcarle a los hermanos el camino a seguir, un camino que tal vez no haya sido el suyo pero que, aunque sinuoso, evidentemente es recto. Sergio es un imprentero que viaja periódicamente a Europa a hacer cursos para supervisar el funcionamiento de las máquinas Heidelberg; Federico estudia para contador; aún se cuela en los sueños de la madre después de tantos años separados (y ella lo ve como en los viejos tiempos), y a Lorena le indica la tarea de ser cronista de su historia, una historia que no difiere tanto de los vaivenes que vivió el país en los últimos cincuenta años. Pero en la dramaturgia de Lorena Vega no hay bajadas de línea explícitas, y en su puesta en escena se observa el difuso y despojado límite de la verdad, y la relación de esa verdad con el trabajo, con el trabajo como forma de vida, con el trabajo como arte, con el trabajo como una escaramuza revolucionaria.
Por eso ver Imprenteros en el contexto que transitamos se vuelve insoslayable. Esas experiencias que tenemos con el teatro, que son generalmente intransferibles, adquieren otra relevancia cuando constatamos que compartimos el mismo mundo con el escenario. Un mundo en el que un cumpleaños filmado en video hace treinta años recupera el presente que le escamotea el tiempo, o una tarjeta impresa en un papel de determinado gramaje, con un sello en relieve que la distingue de cualquier otra, se transforma en el documento de un amor que a veces el desdén pasajero quizás oculte permanentemente. A todos nos pasan esas cosas, y a todos en algún momento nos duele lo mismo. Imprenteros, entonces, desde el teatro, un espacio donde se puede reflexionar colectivamente, donde se puede estar juntos en los instantes de zozobra, es letra impresa que nos permite leer lo que somos y que nos ayuda a pensar en lo que podemos ser.