PALABRAS, PALABRAS, PALABRAS
Una espléndida versión de Hamlet que prefiere la síntesis a lo espectacular, y la (falsa) levedad a la tentación de lo solemne.
Algo huele a podrido en Dinamarca. Quizás sea el fantasma que sobrevuela la torre del castillo, con la esencia relumbrante sobre una piedra torcida. Pero no. Los fantasmas no huelen. Y los padres no se pudren. Podrán pudrirse los reyes y los estadistas, pero los padres no. Nunca. Se pudren los cuerpos que cometieron crímenes. Hamlet se pudrirá también, y deberá reconocer que su padre también está podrido cuando clama venganza por su asesinato y no por los asesinatos que cometió durante su reinado. Graciosamente absurdo entonces. Los muertos no hablan ni piden venganza, aunque sus cadáveres griten y exijan justicia. ¿Justicia por qué? ¿Para qué la justicia? ¿Por sí mismos, para limpiar su honra? Pues nada más podrido que el ser individual, que es el que efectivamente se pudre cuando está muerto y enterrado, cuando los gusanos se hacen un festín con su carne inerme. Sin embargo el desvarío de lo justo pierde sentido cuando el suelo se riega con los restos de los hombres muertos de forma insensata, arropados por el inmediato sosiego que reemplaza al ruido y la furia.
Hamlet, hoy, ni es una historia de aventuras ni un discurso sobre la ética del poder: es una tragedia incongruente, alucinada, como esta época de ilógica ofuscación en que vivimos. Pero a diferencia de “Macbeth”, donde carne y humores se confunden con el cieno y la sangre, Hamlet abreva en las ideas para narrar su retahíla de crímenes. El joven príncipe que viene a salvar su reino de la tiranía de un rey que cometió fratricidio sólo por detentar el poder y tener una cama caliente; desgrana, a lo largo del relato, una serie de ensayos sobre la condición humana que merecen el espacio austero del pensamiento. Por eso la puesta en escena de Rubén Szuchmacher elige exponer los hechos sin ocultar al público estas cavilaciones, porque de nada serviría exponerlas sin espejo mediante. Esa es la propuesta de Shakespeare. Eso es el teatro. Amén de las gloriosas actuaciones de Joaquín Furriel como Hamlet, Luis Ziembrowski como Claudio, Claudio Da Passano como Polonio, y Lalo Rotavería en un puñado de personajes que permiten comprender la oscuridad de la razón, el triunfo de esta versión radica en la espectacularidad de su síntesis, una síntesis donde lo más pequeño es notorio, donde la palabra se alumbra y las pasiones se ensombrecen, pero donde nada puede cobrar más dimensión que el escenario del propio palacio cerrado o el del inabarcable cielo abierto.
Por lo tanto en esta síntesis, donde confluyen lo pulido del acero y el cristal del art nouveau con los espectros monocromos en una sala de cine, no se busca un vano impacto estético sino una meditación sobre la idea del arte que arrastramos en nuestra propia experiencia. Por eso nada nos es ajeno, nada nos resulta extraño: el ritmo de la adaptación del propio Szuchmacher con Lautaro Vilo es deliberadamente cinético, y la imagen de los personajes tan inequívoca como kafkiana (qué más inequívoco y kafkiano que Hamlet, que más inequívoco y kafkiano que Buster Keaton frente a un mundo que no comprende). Baste este ejemplo para ilustrar la idea. ¿Quién no se imagina a Hamlet con la calavera de Yorick en la mano discurriendo sobre ser o no ser? ¿Y a quién recordamos haciéndolo, a Laurence Olivier, a Mel Gibson, a Kenneth Branagh? No. La recordamos a Sarah Bernhardt cuando hizo su versión de “Hamlet” para el teatro decimonónico y el cine mudo recién llegado. En la versión que se ofrece en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín este ícono se corporiza en uno de los cómicos que llegan al palacio a entretener a la corte. Ese cómico tiene el peinado de Sarah Bernhardt. Ese cómico habrá de representar el drama de la corte. Ese cómico representa al teatro. Y así el teatro se representa al infinito, porque el teatro siempre está en el centro del poder y al abrirse el telón es un vital y eterno presente.
Lo demás es silencio.
Por Carlos Diviesti
HAMLET, de William Shakespeare. Traducción de Lautaro Vilo. Versión de Rubén Szuchmacher y Lautaro Vilo. Dirección: Rubén Szuchmacher. Escenografía y Vestuario: Jorge Ferrari. Iluminación: Gonzalo Córdova. Música y Diseño Sonoro: Bárbara Togander. Intérpretes: Joaquín Furriel, Luis Ziembrowski, Claudio Da Passano, Eugenia Alonso, Belén Blanco, Marcelo Subiotto, Mauricio Minetti, Lalo Rotavería, Agustín Rittano, Germán Rodríguez, Pablo Palavecino, Agustín Vázquez, Marcos Ferrante, Fernando Sayago, Nicolas Balcone y Francisco Benvenuti. Teatro San Martín, Sala Martín Coronado. Miércoles a Domingos a las 20.