Enrique vuelve de la guerra y nada es lo mismo. En El casamiento, como en la vida, volver de la guerra es un oxímoron, un imposible. No hay regreso después de la brutalidad, de la violencia, del asesinato. Nada ni nadie son lo que eran. A partir de allí, el desparpajo de andar sin filtros ni caretas. Un sinfín de situaciones que, traición y engaño mediante, no pueden más que terminar en tragedia.
Al compás de música tipo balcánica interpretada en vivo con ritmo y gracia, los seis intérpretes de esta pieza funcionan como arquetipos de una maquinaria que remite a la de las cortes shakesperianas y sus conspiranoicos equívocos. A medida que avanza la trama, la degradación post bélica se va intensificando hasta dejar al descubierto lo oscuro de cada quien.
Los personajes, cada vez menos humanos, van desintegrándose hasta convertirse en máscaras de sí mismos. Y en ese proceso algunos intérpretes acompañan mejor que otros su desarrollo que la puesta subraya a través de disímiles elementos lúdicos que ayudan a digerir el contenido. Ante todo, poner en evidencia el sinsentido y practicar el distanciamiento.
Una farsa que propone creer, aunque sin olvidar nunca que se trata de una farsa: una exaltación de la realidad, una paradoja, una ficción. Porque el autor polaco-argentino Witold Gombrowicz entendía la ficción como espejo crítico de la realidad, como una nueva posibilidad para mirarnos sin maquillajes ni edulcorante. Quizás, sin pretenderlo, El casamiento sea una farsa que de tan cruda se acerca demasiado a lo real.
Dramaturgia: Witold Gombrowicz. Dirección: Cintia Miraglia. Interpretación: Mariano Bassi, Fabian Carrasco, María Colloca, Hugo Dezillio, Mónica Driollet, Victor Salvatore y Luciano Sánchez.