El tiempo libre como excusa para que Gaia Rosviar desarrolle un texto, haga un recorrido poético por su vida y se sumerja en las profundidades intimas del ser. Un sueño, el agua e imaginar un lugar donde el tiempo se detiene en las pequeñas cosas
El río me espera
Hace tiempo me preguntaron: - “¿Cuál es el primer recuerdo que podés describir?”
Una pregunta simple, pero que invita a ir hacia atrás, atrás, atrás y más atrás…
Asumo que, como siempre, quise contestar rápido y de manera certera. Pero no fue tan fácil.
El primer recuerdo fue llegando de a poco. Y les confieso que es una mezcla entre lo que recuerdo y lo que creo recordar. Pero se los comparto.
Yendo muy lejos, vi mis pies, pequeños y dudosos, metidos en el agua. Custodiados por otros pies de mayor tamaño, cuyo dueño, seguramente era mi papá. También vi mis manos gorditas, agarrando meticulosamente un conjunto de cosas pequeñas entre las que había cascaras de nuez, chapitas de gaseosa, ramitas con formas alargadas y alguna que otra piedra.
El agua era marrón. Recuerdo sentir un delicado vértigo en el movimiento. Calculo que, en ese momento de mi vida, mi cabeza era, en proporción, más pesada que otras partes de mi cuerpo y que agacharme sin caer hacia adelante era uno de mis desafíos motrices más complejos. Como buena cabeza dura, ese temor no me impedía cumplir mi cometido.
Si estuviéramos compartiendo un mate podrías preguntarme:
- “¿Qué hacías a esa edad en ese lugar?”
Yo, con una sonrisa te contestaría: - “Ponía barquitos imaginarios en el rio y veía como el agua los hacía bailar”.
Ese mismo hechizo no tiene antídoto para mí a la hora del ocio. El río es, sin dudarlo, mi lugar de expansión. En la adolescencia estuvo lleno de escapes en bicicleta con mi mejor amigo, de carcajadas obscenas con amigas, de reflexión mirando veleros pacíficos soñando tener uno, de llanto solitario por un amor perdido, de escritura y de besos nuevos al volver el amor. Era el paisaje de los picnics familiares y el marco donde a mis padres los veía risueños y enamorados, distintos a cómo eran en casa.
En la temprana adultez se transformó en desafíos al entrenar el trote, en dibujos, en fotos, en cuentos hechos al sol. Era el lugar donde me descalzaba el alma, me tiraba al pasto, sin sostener “la facha”, un lugar adonde siempre y con seguridad me sentía yo sin definición, sin etiquetas, sin rótulos impuestos.
Pero llegó un momento de mi vida, en que necesité tomar decisiones para seguir creciendo. Mi trabajo demandó tener los teatros más cerca. Y contra todo pronóstico, me mudé. A un lugar donde los subtes me dejaban en minutos en las salas de ensayo, donde los colectivos llegaban más rápido a los estudios de televisión y si tenía que tomarme un taxi después de hacer una función, podía hacerlo sin dejar el sueldo entero.
Pasan los años y todavía sigo viviendo en “el centro”, como le decía a la Capital Federal cuando era chiquita. Pero ahora, ya entendí que los árboles para mí, son más importantes que los tacos altos. Lo noto cuando en las meditaciones me hacen cerrar los ojos y me dicen: - “imagine un lugar”, y vuelvo directamente y sin escalas a ver distintos tipos de verdes, celestes y velas de barco, con el agua marrón. Yo me escapo. Me escapo cada vez que puedo, cada vez que me siento encerrada en entre bocinazos, cada vez que tengo los objetivos de la semana listos, me olvido de todo y empiezo a armar el bolso.
Me voy porque el río me espera, como te espera quien te conoce, te hace de comer rico y te brinda lo mejor que tiene. Me voy porque, si bien, acá tengo los frutos, en la orilla tengo las raíces. Es mi secreto que cuando voy llegando, voy descalzando el alma, soltándome el pelo para que lo enmarañe el viento, oliendo a pasto recién cortado, sonriendo sola, comiendo colores como si fueran caramelos sanos. No se lo digo a nadie, porque el que me sabe de memoria, se da cuenta que vuelvo a ser yo misma. Que recargo mis días para andarlos mejor. Que forma parte de mi esencia y vuelvo al cotidiano mejorada. Hecha una mujer velas, una mujer barco, una mujer colibríes.
Hace diez años nació mi hijo. Su nombre es Río. Es brioso, divertido y lleno de colores. Cada vez que sonríe, soy feliz, libre y con perfume a agua, un agua parecida en donde me gusta meter los pies.
Gaia Rosviar
Actriz, cantante, docente, creadora y mentora de Speak Art