Otro mal paso de costurera
Como Puig y Genet, pero con rigor de Conan Doyle, dos costureras se montan al melodrama para desenmascararlo a pura saña
Una es angelical, con cinturita de princesa, colores vivos, risueña, casi siempre sus ojos miran a lo alto con leve pestañear: es la heroína del melodrama que tiene el cielo por aspiración y la belleza como atributo de ingenuidad. Es Lidia Martínez, la empleada de un taller de costura de pueblo, reina de la Fiesta del Cochinillo, no sabemos bien en qué año, aunque por la ropa, el peinado, el hecho mismo de que “se le pida la ropa a la modista”, bien puede ser 1920 o 1950.
La otra es la dueña o la jefa, la antagonista perfecta: calculadora, realista, enfundada en pollera, medias y zapatos negros. Juntas, sin embargo, conforman ese mundo del que dieron testimonio Evaristo Carriego o González Tuñón, pero también las máquinas de coser de la Fundación Eva Perón: son modistas, son costureras.
Se sabe que, entre los personajes literarios de las primeras décadas del siglo XX, está la “costurerita que dio aquel mal paso”, la “arribista” o la “bombacha veloz”, como la señora le propina a Lidia, que se pierde definitivamente entre las luces de la gran ciudad en busca de aventuras que la saquen del tedio pueblerino. Pero estas aspiraciones, como era de esperar, terminan en miseria, prostitución o (fatalidad novelesca mediante) en tuberculosis, tos, muerte.
Mientras miden, cortan, acomodan o pedalean la Singer, Lidia y su jefa se quejan del paso del tiempo, del cambio en las costumbres, de la ropa confeccionada a la ligera, sin telas nobles. La empleada, sin embargo, se sustrae de esta cruel realidad habitando un mundo paralelo de ensueños, y a merced de las orientaciones de una jefa ladina.
Ante una noticia inesperada, verdadera peripecia que cambia el destino de estas mujeres, todo es ansiedad, terror, incertidumbre y resolución en clave trágica.
La desesperación y el temor se apoderan de las mujeres e intentan poner solución a un hecho del que pueden ser responsables, cómplices o partícipes necesarias, y se desenvuelven actoralmente con mucha eficacia corporal en el espacio de este taller de costura.
Mirado como totalidad, en el espacio escénico se destacan cuatro vértices que dibujan casi un ring en el que hay varias luchas: la de una contra la otra (más bien de la jefa contra la empleada) y de cada una consigo misma. Estos cuatro vértices son el maniquí con vestido, el perchero, la tabla de corte y las cajas con elementos de trabajo. En los ángulos que dibujan estos puntos, las actrices despliegan, sobre todo, el cuerpo de la parodia: al melodrama, en particular, pero también –tal vez en una de las zonas más desopilantes de la obra- al clásico policial inglés porque se ven en la necesidad de plantear hipótesis para desligarse de la pesada carga de la prueba: ¿y si todos la culpan a Lidia?
Por fuera de ese ring, hay un corredor donde el melodrama es igualmente posible, el de la derecha del espectador. En esta disposición del espacio y las zonas tan claramente delimitadas de movimiento se advierte el muy pensado trabajo de la puesta y de la dirección.
Como en la narrativa de Puig, ese mundo de aspiraciones de cambio que se sueña a través de la moda, choca enseguida contra todas sus mentiras: los pobres y los empleados (las pobres empleadas) lo siguen siendo y pagan por cuenta de sus patrones. Y como en Las criadas de Genet, tal vez la otra cuerda que tocan estas dos mujeres, la monstruosidad de la Señora resuelve, tratándose de costureras, por el hilo más delgado.
Por Diego Di Vincenzo
Las costureras. Un melodrama pueblerino,
de Gabriela Ainstein y Renata Aiello,
con dirección de Lucía Szlak.
Los viernes a las 21.
El Crisol Teatro, Malabia 611, Villa Crespo.