Rogelio alza un trampolín colorido desde el que saltar –de la forma que queramos y al tiempo que podamos– a una pileta llena de agua en la que encontramos una diversidad de emociones. La escenografía, compuesta por diferentes telas, construye una carpa que remite a aquellas que armábamos de niñes, con lo que teníamos a mano, para jugar en un espacio apartado del resto del mundo. Esa carpa en el escenario está acompañada por tiras de luces cálidas, almohadones de colores y un baúl del cual irán apareciendo distintos elementos. De esta misma manera, la obra refuerza la idea de la constitución de un tiempo alejado del cotidiano tanto por la producción artística a la que asistimos como por los elementos vinculados a la infancia.

Al ingresar a la sala, nos reciben Mauricio Vila, intérprete, autor y director de la obra (junto con Lucas Ongarato como codirector), y Sofía Moro, a cargo de la producción. Desde el inicio, la propuesta escénica cruza los límites habituales del teatro: nos recibe el actor, nos entrega papeles de colores y marcadores, nos habla y nos mira. Es así como la obra dibuja límites porosos entre la ficción y la vida. Como espectadores, con las primeras propuestas que nos hacen, vamos a terminar de conformar la escenografía: nuestros retratos quedarán colgados frente a nosotres. Se produce entonces un juego especular al vernos en escena, ese espacio de veda prohibido para espectadores. Sin embargo, en este mundo de fantasía y juegos, lo traspasamos y allí quedamos durante toda la obra.

Somos confidentes de Rogelio. Nos cuenta distintos momentos de la vida, conversa con fantasmas y habla de los grandes temas de la vida. Desde su inocencia y niñez, reflexiona en torno a la belleza, el amor, la familia, la muerte. El vínculo con su hermano aparece como un eje central que da inicio y fin a la experiencia teatral. Esto trae consigo la importancia de les otres en nuestra constitución identitaria.

Mauricio Vila pone el cuerpo al servicio de las distintas emociones que atraviesa Rogelio. Destacan su plasticidad corporal, su habilidad para cantar, la profundidad de sus miradas y el uso de títeres. Junto a él, se encuentra Stevie Marinaro con su guitarra. Y, a lo largo de toda la obra, con ese instrumento y con su voz, acompaña y genera los distintos climas por los que nos lleva la obra. Rogelio entrelaza la ternura con momentos angustiantes y difíciles de atravesar en la niñez. Nos hace viajar por distintas imágenes vinculadas a la infancia que, en este caso, está ligada a la comunidad LGBTIQ+. Abundan el juego, las dudas y las ganas de conocer. Se pasa de un momento a otro con suavidad: también veremos a Rogelio atravesar una situación de enamoramiento –y algo más– en su adolescencia y lo escucharemos en la adultez.

Esta obra, que fue parte del Festival Ciudad Emergente y del FIBA 2020, establece un código especial con les espectadores. Siembra la alegría y la emoción. La iluminación es una parte central de esta obra al construir cada uno de los ambientes donde se encuentra el personaje. El manejo corporal preciso acerca, por momentos, la obra al registro del teatro musical y al teatro pensado para las infancias. Es una propuesta que se nos hace a las personas adultas desde la inocencia y dulzura. A su vez, el acontecimiento teatral se expande y acapara los tiempos por fuera de lo escénico. Ejemplo de esto es el material extra que se puede pedir por mail luego de haber visto la obra. En Rogelio, les espectadores somos partícipes de los juegos más aniñados, como una oda a lo lúdico, al esparcimiento y al ocio alejado de los tiempos normativos de la producción.

Por Agustina Trupia

Rogelio se presenta los domingos a las 18hs en Savia Espacio Cultural, Jufré 127, CABA.