Los días fetiche
¿vale todo a la hora de generar un efecto? ¿Es posible un arte político sin política? Dentro de nuestra matrix todo devino mercancía, incluso el arte. Y si la obra no es un espejo para reflejar la realidad sino un martillo para darle forma, el rimbombante estreno de Los días afuera -la última creación de Lola Arias- pareciera no ser ni lo uno ni lo otro. O, en todo caso, es un dispositivo que espeja contornos sin espesor, que cuenta historias sin contexto, como salidas de una nave extraterrestre y que solo produce en la platea un regocijo que queda muy lejos de intentar martillar nada. El poeta y cineasta César Gonzalez se pregunta, en su libro El fetichismo de la marginalidad, para qué escribir estando preso. Pero no es algo que se pregunten los personajes de Arias. “Lo que fuimos ya no importa” cantan desde la escena con vestidos de gala. Deshistorizada, irreflexiva, snob y fetichista; una obra con tanto compromiso social como Santi Maratea. Sobre estas y otras cuestiones reflexionan las líneas que siguen a partir de Los días afuera.
“El sueño del preso se respeta” afirma desde la escena Ignacio “Nacho” Rodriguez mientras cuenta cómo eran sus noches durante el encierro, cuando la banda sonora de música y gritos lo ensordecía. El sueño del preso se respeta, explica Nacho, porque quizás uno esté soñando con estar afuera y eso -sugiere- es sagrado. Alrededor de este binomio reclusión/libertad se construye Los días afuera, la más reciente producción de la dramaturga y directora argentina Lola Arias, estrenada en tándem junto con la película Reas, ambas protagonizadas por mujeres cis y personas trans que tras haber atravesado una experiencia carcelaria recuperaron su libertad. La obra se inscribe dentro del género de teatro documental o biodrama que supone el relato en primera persona de una biografía propia. Se trata de una forma del “teatro de lo real” y tiene en su centro un trabajo muy arduo de investigación. Por eso recurre muchas veces a material de archivo (cartas, fotografías, ropa, objetos, registros audiovisuales) y es -casi siempre- representado por actores/actrices no profesionales que cuentan su propia historia. Pero el estreno a sala llena de Los días afuera en plena Avenida Corrientes -meca del teatro porteño de exportación- pone sobre la mesa una de sus incomodidades más salientes: la del extractivismo cultural o, en palabras del poeta y cineasta César Gonzalez, la de la fetichización de la marginalidad.
La obra está coproducida por el Complejo Teatral de Buenos Aires y cuenta con la financiación de instituciones europeas (festivales de Francia, Alemania e Inglaterra, entre otros). Esta condición explica también en parte el dispositivo estético que se despliega y que concita otro binomio: el de centro/periferia. La sobrecarga de estímulos, la grandilocuencia de la escenografía (una gigantesca estructura de caños que metaforizan la catrera carcelaria, la precariedad del barrio o el caño para el pole dance), la música en vivo con batería, bajo y teclados, las proyecciones y pantalla gigante, y la espectacularidad toda del evento contrastan con las historias que se cuentan. Ese lenguaje estético que utiliza Arias tan sobrecargado para hacer hablar a otros sujetos que no son ella misma sino a quienes ella observa desde afuera se vuelve un procedimiento que “objetiviza” a lxs protagonistas de esos relatos, los cosifica y los convierte en mero entretenimiento despoblado de historia y contexto.
En su libro de ensayos El fetichismo de la marginalidad (2021), César Gonzalez explica con una claridad pavorosa cómo lo marginal también devino fetiche, al igual que ocurre con todas las mercancías en el sistema capitalista. Y así como un iPhone o un Picasso son bienes fetichizados a los cuales les atribuimos poderes mágicos, algunas experiencias artísticas hacen de la marginalidad y de la cárcel una mercancía fetiche que esconde su complejidad estructural. “La marginalidad se representa en pasado, como una leyenda de un carnaval canibalístico” dice César “…se busca del espectador solo una onomatopeya: ¡Guauuu!”. Algo de ese efecto pareciera ser lo que se propone Los días afuera con su pomposidad. Sobre el escenario de la calle Corrientes alguien se desliza por un caño en un baile erótico, se repiten coreografías pop, hay soportes giratorios que entran y salen, pero no se expone nunca el horror de ese invento macabro que tan bien definió Foucault como dispositivo de control en el seno de una sociedad que además de producir bienes acumula pobreza. El poder, señaló el filósofo francés, no es un fenómeno de dominación homogénea de un grupo sobre otro (de arriba hacia abajo), sino algo que circula de manera transversal en la epidermis social. Nada de eso aparece ni se revela en Los días afuera. La obra-fetiche no exhibe las complejidades de lo que cuenta y en su superficie despliega una pátina hipnótica que busca hablar -bajo la mirada ajena- de un tema áspero con una ametralladora de artilugios imparables.
Cesar Gonzalez habla en primera persona sobre su vida en su magnética novela El niño resentido (2023); allí hilvana de manera magistral el relato autobiográfico de su vida -y de las privaciones de libertad padecidas- con una mirada aguda sobre su existencia en y desde el margen. En una entrevista reciente cuenta que en su estadía en prisión durante su adolescencia empezó a ver en los otros presos vidas semejantes a la suya y que se veía rodeado de espejos. “Nos matábamos a puñaladas entre nosotros por las zapatillas; los guardia-cárceles se parecían a mi tío, a mi papá, a mi cuñado” relata. Eso lo llevó a intuir que no había terminado allí por algo individual, algo que solo era consecuencia de sus actos singulares, sino que había algo más. Los libros -dice- “me sirvieron para empezar a ponerle nombre a todo lo que fue intuitivo y desde la experiencia”. En el corazón del relato personal y biográfico de César hay una reflexión muy profunda de esas condiciones materiales que lo vuelve brillante. Esa mirada de sospecha que permite cuestionarnos la propia realidad es la que está ausente en los relatos de Los días afuera.
La gran diferencia de relatos como los de César es que, por un lado, él mismo se coloca como sujeto narrador y narrado, utilizando un lenguaje estético propio con referencias muy diversas (desde Arlt a Walsh, de Goddard a Deleuze). Pero, sobre todo, es su mirada marxista corrida de la tan mentada “literatura del yo” en plena era meritocrática y de posverdad lo que vuelve el arte de Gonzalez una obra maestra. “Aunque hacía todo lo posible por morirme, no lo lograba (…) Vivir en una casa tan pobre, apretados, en un lugar donde nadie de la familia tenía un cuarto propio, hacía que deseara reanudar cuanto antes mi vida callejera. Robar era mi minúscula revancha. Mi razonamiento era simple: ¿por qué algunos tuvieron todo y yo no tuve nada? ¿Quién explicaba las razones de esa desigualdad tan obscena? No me sentía parte del mundo y estaba dispuesto a morir.” Es cruda y dolorosa toda la trayectoria que describe sobre su propia vida, pero jamás se deshistoriza ni se descontextualiza. Los personajes de la obra de Arias, en cambio, cuentan una y otra vez los caminos que lxs llevaron al encierro siempre plagados de injusticias y opresiones pero eluden el andamiaje estructural en el que las clases dominantes jamás habitan una celda a pesar de cometer delitos aberrantes y donde la mayoría de la población carcelaria pertenece a una única clase social oprimida.
Existe una tendencia en nuestro tiempo actual de teatralización de la vida, un “culto de la autorepresentación” explica el teórico alemán Hans-Tier Lehmann en su emblemático “teatro posdramático. Si la hibridación de lenguajes, la fragmentariedad de la estructura dramática o una enunciación que evidencia su huella son algunas de las formas del teatro posdramático, el biodrama es quizás su forma más paradigmática. El término -acuñado por Vivi Tellas entre las décadas de los 90/2000- es resultado de una búsqueda que la artista llevó adelante para explorar y dar valor a la vida de las personas desde el lenguaje teatral y adquirió estatus de género a fuerza de proliferación de experiencias que abordaron lo biográfico-documental. Desde el Proyecto Archivo de la propia Tellas que constituyó uno de los momentos fundantes, pasando por Las personas (2014) y El niño Rieznik (2017) también de Tellas; Imprenteros (2018) de Lorena Vega, Consagrada (2021) de Gabi Parigi, o algunos de los antecedentes de la propia Arias Mi vida después (2009) y Campo Minado (2016), las obras posdramáticas del biodrama pivotean entre la tradición teatral performática y su carácter documental apoyado en el archivo como testimonio irrefutable.
Recientemente el Archivo Oral de Abuelas de Plaza de Mayo tuvo una potente experiencia escénica con la obra La Memoria Futura estrenada a fines de 2023 en el Parque de la Memoria bajo la brillante dirección de Luciana Mastromauro. La obra también apelaba a recursos típicos del biodrama pero apoyándose sobre todo en la potencia originaria del arte escénico. Allí las actrices se dirigían al público no para acentuar el carácter de artificio sino para preservar la intimidad del susurro de las historias de las Abuelas. Pero en nuestro tiempo posmoderno los relatos pierden centralidad a favor de procedimientos seductores; vivimos en un mundo de simulacros donde la hiperrealidad representada es percibida como algo más cierto que la realidad misma, sugiere el crítico estadounidense F. Jameson. Los biodramas, así como aquellas obras de “teatro inmersivo” (por caso, Ojalá las paredes gritaran de Paola Lusardi representada en una casa del barrio de colegiales) o los “site specific” (como De la mejor manera, actualmente en cartel en el Bar Rodney), funcionan a partir de procedimientos posmodernos en donde el dispositivo gana centralidad por sobre la historia narrada y donde la representación opera como “realidad aumentada” que tensiona la frontera realidad/ficción. No es lo que ocurre en La Memoria Futura, por ejemplo, pero la obra de Lola Arias sí se mueve en este esquema sirviéndose de un formato que "funciona", unas veces para hablar de las atrocidades de la guerra, otras para hablar de la vida carcelaria.
En el capítulo “La conciencia de la mestiza” de su libro Fronteras (1987), la autora chicana Gloria Anzaldúa susurra “yo soy visible…y sin embargo soy invisible…” señalando la herida de sucesivos sometimientos, y alienta a producir una nueva conciencia. No es lo que ocurre con los personajes de Los días afuera porque su “volverse visible” es una conquista a título personal. La visibilización que propone Anzaldúa supone liberarse de la dominación cultural en tanto cuerpo social oprimido, subalterno y abyecto, no borrando mágicamente los conflictos como un happy end hollywoodense, sino expresando las desigualdades y reconociendo las humillaciones padecidas (por mujeres, por “lo otro”, por los márgenes) para que surja una transformación profunda. Esa es la tarea que propone Anzaldúa. Pero es un sendero que no recorren los personajes de Arias. El desenlace de la obra es esperanzador y tranquiliza al espectador. La desolación con la que concluyen relatos como los de El niño resentido o La memoria futura provocan la urgencia de una toma de conciencia hacia una sociedad más humana y menos desigual. “Se puede pisar la cárcel miles de veces, pero si el corazón no hierve de rabia y grita que ese lugar es de los peores inventos de nuestra especie, es casi lo mismo que la nada, o incluso peor” afirma Gonzalez. ¿Por qué desde la escena tan espectacularizada de Arias no aparece ese grito desesperado, ese aullido que nos obligue a lxs espectadores a tomar conciencia del dispositivo perverso que como humanidad inventamos? Los días afuera de quienes estuvieron adentro alivian y redimen a lxs voyeur que desde su butaca miran aterrados la fragilidad propia ante la posibilidad de caer en esa tiniebla pero quedan inmóviles ante la búsqueda de otro mundo -sistema- posible porque la escena ya lo resolvió todo.
Por Ana Florencia Lindenboim
Los días afuera, de Lola Arias. Dirigida por Lola Arias. Con Yoseli Arias, Paulita Asturayme, Carla Canteros, Estefanía Hardcastle, Noelia Pérez e Ignacio Rodríguez. Música en escena: Inés Copertino. En el teatro Presidente Alvear (CTBA). Av. Corrientes 1659. Funciones: miércoles a domingo 20 hs
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